El Concepto de Valor en Sartre


III. El para-sí y el ser del valor (Descargas texto en PDF)

   Un estudio de la realidad humana debe comenzar por el cogito. Pero el «Yo pienso» cartesiano está concebido en una perspectiva instantancísta de la temporalidad. ¿Puede encontrarse en el seno del cogito un medio de trascender esa instantaneidad? Si la realidad humana se limitara al ser del Yo pienso, no tendría sino una verdad de instante. Y muy cierto es que, en Descartes, se trata de una totalidad instantánea, ya que por sí misma no erige ninguna pretensión acerca del porvenir, pues es necesario un «acto de creación» continua para hacerla pasar de un instante al otro. Pero ¿puede concebirse siquiera una verdad del instante? Y el cogito, ¿no compromete a su manera el pasado y el porvenir? Heidegger está a tal punto persuadido de que el «Yo pienso» de Husserl es una viscosa y fascinante trampa para alondras, que ha evitado totalmente recurrir a la conciencia en su descripción del Dasein (ser-ahí). Su propósito es mostrarlo inmediatamente como cuidado o cúrá, es decir, como escapando de sí mismo en el proyecto de sí hacia las posibilidades que él es. Y llama «comprensión» (Verstand) a este proyecto de sí fuera de sí, lo que le permite establecer la realidad humana como «revelante-revelada». Pero esta tentativa de mostrar primeramente el escapar a sí del Dasein hallará a su vez dificultades insuperables, no se puede suprimir primeramente la dimensión «conciencia», así sea para restituirla en seguida. La comprensión no tiene sentido a menos que sea conciencia de comprensión. Mi posibilidad no puede existir como mi posibilidad a menos que sea mi conciencia la que escape de sí misma hacia aquélla. Si no, todo el sistema del ser y de sus posibilidades caería en lo inconsciente, es decir, en el en-sí. Hemos sido lanzados de vuelta hacia el cogito. Es necesario partir de él. ¿Se lo puede ampliar sin perder los beneficios de la evidencia reflexiva? ¿Qué nos ha revelado la descripción del para-sí?

   Hemos encontrado primero una nihilización con que el ser del para-sí se afecta en su ser. Y esta revelación de la nada no nos ha parecido que trascendiera los límites del cogito. Pero veámoslo más despacio.

   El para-sí no puede sostener la nihilización sin determinarse a sí mismo como un defecto de ser. Esto significa que la nihilización no coincide con una simple introducción del vacío en la conciencia. El en-sí no ha sido expulsado de la conciencia por un ser exterior, sino que el propio para-sí se determina perpetuamente a sí mismo a no ser el en-sí. Esto significa que no puede fundarse a sí mismo sino a partir del en-sí y contra el en-sí. De este modo, la nihilización, siendo nihilización del ser, representa la vinculación original entre el ser del para-sí y el ser del en-sí. El en-sí concreto y real está enteramente presente en el meollo de la conciencia como lo que ella misma se determina a no ser. El cogito ha de llevarnos necesariamente a descubrir esta presencia total e inalcanzable del en-sí. Y, sin duda, el hecho de esta presencia será la trascendencia misma del para-sí. Pero, precisamente, la nihilización es el origen de la trascendencia concebida como vínculo original del para-sí con el en-sí. De este modo, entrevemos un medio de salir del cogito. Y veremos más adelante, en efecto, que el sentido profundo del cogito es, por esencia, rechazar fuera de sí. Pero no es tiempo aún de describir esta característica del para-sí. Lo que la descripción ontológica ha hecho aparecer inmediatamente es que ese ser es fundamento de sí como defecto de ser; es decir, que se hace determinar en su ser por un ser que él no es.

   Empero, hay muchas maneras de no ser y algunas de ellas no tocan a la naturaleza íntima del ser que no es lo que no es. Si, por ejemplo, digo de un tintero que no es un pájaro, el tintero y el pájaro quedan sin ser afectados por la negación. Esta es una relación externa que no puede ser establecida sino por una realidad-humana testigo. Al contrario, hay un tipo de negación que establece una relación interna entre lo que se niega y aquello de lo cual se lo niega.[1] De todas las negaciones internas, la que penetra más profundamente en el ser, la que constituye en su ser al ser del cual niega con el ser al cual niega, es la falta de. Esta carencia no pertenece a la naturaleza del en-sí, que es todo positividad. No aparece en el mundo sino con el surgimiento de la realidad humana. Sólo en el mundo humano puede haber carencias. Una carencia supone una trinidad: aquello que falta, o lo faltante; aquel que está falto de aquello que falta, o el existente; y una totalidad que ha sido disgregada por la falta y que sería restaurada por la síntesis de lo faltante y el existente: es lo fallido. El ser que se da a la intuición de la realidad humana es siempre aquel a quien le falta, o existente. Por ejemplo, si digo que la luna no está llena y que le falta un cuarto, formulo este juicio sobre una intuición plena de una media luna. Así, lo que se da a la intuición es un en-sí, que, en sí mismo no es completo ni incompleto, sino que simplemente es lo que es, sin relación con otros seres. Para que este en-sí sea captado como media luna, es menester que una realidad humana trascienda lo dado hacia el proyecto de la totalidad realizada -en este caso, el disco de la luna llena- y vuelva luego hacia lo dado para constituirlo como media luna; es decir, para realizarlo en su ser a partir de la totalidad, que se convierte en su fundamento. Y en ese mismo trascender, lo faltante será puesto como aquello cuya adición sintética al existente reconstituirá la totalidad sintética de lo fallido. En este sentido, lo faltante es de la misma naturaleza que el existente; bastaría invertir la situación para que se convirtiera en un existente al cual le falta lo faltante, mientras que el existente se convertiría en lo faltante, a su vez. Lo faltante, como complementario del existente, está determinado en su ser por la totalidad sintética de lo fallido. Así, en el mundo humano, el ser incompleto que se da a la intuición como lo faltante es constituido en su ser por lo fallido, es decir, por aquello que él no es; la luna llena confiere a la media luna su ser de tal; lo que no es determina a lo que es; está en el ser del existente, como correlato de una trascendencia humana, el conducir fuera de sí hacia el ser que él no es, como hacia su sentido. La realidad humana, por la cual la carencia aparece en el mundo, debe ser a su vez una carencia. Pues la carencia no puede venir del ser sino por la carencia; el en-sí no puede ser ocasión de carencia para el en-sí. En otros términos, para que el ser sea carente, faltante o fallido, es menester que un ser se constituya en su propia carencia; sólo un ser carente puede trascender el ser hacia lo fallido.

   Que la realidad humana sea carencia, bastaría para probarlo la existencia del deseo como hecho humano. En efecto: ¿cómo explicar el deseo si quiere verse en él un estado psíquico, es decir, un ser cuya naturaleza es ser lo que es? Un ser que es lo que es, en la medida en que se lo considera como siendo lo que es, no solicita nada para completarse, sino en cuanto es trascendido por la trascendencia humana. Un círculo inconcluso no solicita cierre sino en cuanto es trascendido por la transcendencia humana. En sí, es completo y perfectamente positivo como curva abierta. Un estado psíquico que existiera con la suficiencia de esta curva, no podría poseer por añadidura ninguna «solicitud» de otra cosa; sería él mismo, sin relación alguna con lo que no es él; para constituirlo como hambre o sed, sería menester una trascendencia exterior que lo trascendiera hacia la totalidad «hambre saciada», como trasciende la media luna hacia la luna llena. No se resolverá la cuestión haciendo del deseo un conatus concebido a imagen de una fuerza física, pues tampoco el conatus, aun si se le concede la eficiencia de una causa, podría poseer en sí mismo los caracteres de un apetito de otro estado. El conatus como productor de estados no podría identificarse con el deseo como solicitud de estado. Recurrir al paralelismo psicofisiológico tampoco permitiría eliminar esas dificultades; la sed como necesidad de agua, como fenómeno orgánico, como «necesidad fisiológica» de agua, por sí no existe. El organismo privado de agua presenta dificultades positivas, por ejemplo, cierto espesamiento coagulante del líquido sanguíneo, lo cual provoca a su vez otros fenómenos. El conjunto es un estado positivo del organismo en sí mismo, exactamente como lo es el proceso coagulescente del líquido, el espesamiento de una solución cuya agua se evapora no puede ser considerado en sí mismo como un deseo de agua por parte de la solución. Si se supone una exacta correspondencia entre lo mental y lo fisiológico, esta correspondencia sólo puede establecerse sobre un fondo de identidad ontológica, como lo vio Spinoza. En consecuencia, el ser de la sed psíquica será el ser-en-si de un estado, y nos vemos conducidos una vez más a una trascendencia testigo. Pero entonces la sed será deseo para esta trascendencia, no para sí misma: será deseo a los ojos de otro. Si el deseo ha de poder ser deseo para sí mismo, es menester que él sea la trascendencia misma, es decir, que sea por naturaleza un escapar de sí hacia el objeto deseado. En otros términos, es menester que sea una carencia; pero no una carencia-objeto una carencia padecida, creada por un trascender distinto de ella: es menester que sea su propia falta de… El deseo es falta de ser; está infestado en su ser más íntimo por el ser del cual es deseo. Así, testimonia la existencia de la carencia en el ser de la realidad humana. Pero, si la realidad humana es carencia, por ella surge en el ser la trinidad del existente, lo faltante y lo fallido. ¿Cuáles son exactamente los tres términos de esta trinidad?

   Lo que en ella desempeña el papel de existente es lo que se da al cogito como lo inmediato del deseo; por ejemplo es ese para-sí que hemos captado como no siendo lo que es y siendo lo que no es. Pero, ¿qué puede ser lo fallido?

   Para responder a esta pregunta, hemos de volver a la idea de carencia y determinar mejor el vínculo que une al existente con lo faltante. Este vínculo no puede ser de simple contigüidad. Si aquello que falta está tan profundamente presente, en su ausencia misma, en el meollo del existente, ello se debe a que el existente y lo faltante son a un mismo tiempo captados y trascendidos en la unidad de una misma totalidad. Y lo que se constituye a sí mismo como carencia sólo puede hacerlo trascendiéndose a una forma mayor disgregada. Así, la falta es aparición sobre el fondo de una totalidad. Por lo demás, poco importa que esta totalidad haya sido originariamente dada y esté disgregada actualmente «a la Venus de Milo le faltan los brazos...» o que no haya sido jamás realizada aún: «le falta coraje». Lo que importa es sólo que lo faltante y el existente se dan o son captados como debiendo aniquilarse en la unidad de la totalidad fallida.

   Lo faltante falta siempre a... para... Y lo que se da en la unidad de un surgimiento primitivo es el para, concebido como no siendo aún o no siendo ya, ausencia hacia la cual se trasciende o es trascendido el existente truncado, que se constituye por eso mismo como truncado. ¿Cuál es el para de la realidad humana?

   El para-sí, como fundamento de sí, es el surgimiento de la negación. Se funda en tanto que niega de sí cierto ser o una manera de ser. Lo que él niega o nihiliza es, como sabemos, el ser-en-sí. Pero no cualquier ser en-sí: la realidad humana es, ante todo, su propia nada. Lo que ella niega o nihiliza de sí como para-sí no puede ser sino el sí. Y, como está constituida en su sentido por esta nihilización y esta presencia en sí misma de lo que ella nihiliza, a título de nihilizado, el sentido de la realidad humana está constituido por el sí como ser-en-sí fallido. En tanto que, en su relación primitiva consigo, la realidad humana no es lo que ella es, su relación consigo no es primitiva y no puede tomar su sentido sino de una relación primera que es la relación nula o identidad. Lo que permite captar el para-sí como no siendo lo que es, es el sí concebido como siendo lo que es; la relación negada en la definición del para-sí -la que, como tal, ha de ser puesta primero- es una relación dada como perpetuamente ausente del para-sí consigo mismo en el modo de la identidad. El sentido de esa sutil perturbación por la cual la sed se escapa y no es ya sed, en tanto que es conciencia de sed, es una sed que sería sed y que la infesta. Lo que falta al para-sí es el sí, o el sí-mismo como en-sí.

   No debería confundirse, sin embargo, este en-sí fallido con el de la facticidad. El en-sí de la facticidad, al fracasar en su tentativa de fundarse, se ha reabsorbido en pura presencia del para-sí al mundo. El en-sí fallido, al contrario, es pura ausencia. El fracaso del acto fundante, además, ha hecho surgir del en-sí el para-sí como fundamento de su propia nada. Pero el sentido del acto fundante fallido queda como trascendente. El para-sí en su ser es fracaso, porque no es fundamento sino de sí-mismo en tanto que nada. A decir verdad, este fracaso es su ser mismo, pero no tiene sentido a menos que se capte a sí mismo como fracaso en presencia del ser que es el objeto de su fracaso: es decir, del ser que sería fundamento de su ser y no ya sólo fundamento de su nada; esto es, que sería su propio fundamento en tanto que coincidencia consigo mismo. Por naturaleza, el cogito remite a aquello que le falta y a lo por él fallido, ya que es cogito infestado por el ser, como bien lo vio Descartes; y tal es el origen de la trascendencia: la realidad humana es su propio trascender hacia aquello de que es carencia; se trasciende hacia el ser particular que ella sería si fuera lo que es. La realidad humana no es algo que existiera primero para estar falta posteriormente de esto o de aquello: existe primeramente como carencia, y en vinculación sintética inmediata con lo que le falta. Así, el acontecimiento puro por el cual la realidad humana surge como presencia al mundo es captación de ella por sí misma como su propia carencia. La realidad humana se capta en su venida a la existencia como ser incompleto. Se capta como siendo en tanto que no es, en presencia de la totalidad singular de la que es carencia, que ella es en la forma de no serlo y que es lo que es. La realidad humana es perpetuo trascender hacia una coincidencia consigo misma que no se da jamás. Si el cogito tiende hacia el ser, ello se debe a que por su propio surgimiento se trasciende hacia el ser, cualificándose en su ser como el ser al cual falta la coincidencia consigo mismo para ser lo que es. El cogito está indisolublemente ligado al ser-en-sí, no como un pensamiento a su objeto -lo cual relativizaría el en-sí-, sino como una carencia a aquello que define su falta. En este sentido, la segunda prueba cartesiana es rigurosa: el ser imperfecto se trasciende hacía el ser perfecto; el ser que no es fundamento sino de su nada se trasciende hacia el ser que es fundamento de su ser. Pero el ser hacia el cual la realidad humana se trasciende no es un Dios trascendente: está en su propio meollo y no es sino ella misma como totalidad.

   Pues, en efecto, esta totalidad no es el puro y simple en-sí contingente de lo trascendente. Lo que la conciencia capta como el ser hacia el cual ella se trasciende coincidiría, si fuera puro en-sí, con la aniquilación de la conciencia. Pero la conciencia no se trasciende en modo alguno hacia su aniquilación; no quiere perderse en la identidad del en-sí en el límite de su trascender. El para-sí reivindica el ser-en-sí para el para-sí en tanto que tal.

   Así, este ser perpetuamente ausente que infesta al para-sí es él mismo fijado en en-sí. Es la imposible síntesis del para-sí y del en-sí: él sería su propio fundamento no en tanto que nada sino en tanto que ser y mantendría en sí mismo la traslucidez necesaria de la conciencia a la vez que la coincidencia consigo mismo del ser-en-sí. Conservaría esa reversión sobre sí que condiciona toda necesidad y todo fundamento. Pero esta reversión sobre sí se cumpliría sin distancia; no sería presencia a sí, sino identidad consigo mismo. En suma, ese ser sería justamente el , del cual hemos mostrado que no puede existir sino como relación perpetuamente evanescente; pero lo sería en tanto que ser sustancial. Así, la realidad humana surge como tal en presencia de su propia totalidad o sí como falta de esta totalidad. Y esta totalidad no puede ser dada por la naturaleza, ya que reúne en sí los caracteres incompatibles del en-sí y del para-sí. Y no se nos tache de inventar a capricho un ser de tal especie: cuando esta totalidad de la realidad, tanto el ser como la ausencia absoluta son hipostasiados como trascendencia allende el mundo por un movimiento ulterior de la mediación, en el nombre de Dios. Dios, ¿no es a la vez un ser que es lo que es, el tanto que es todo positividad y el fundamento del mundo, y un ser que no es lo que es y que es lo que no es, en tanto que conciencia de Ser, y fundamento necesario de sí mismo? La realidad humana es padeciente en su ser, porque surge al ser como perpetuamente infestada por una totalidad que ella es sin poder serlo, ya que justamente no podría alcanzar el en-sí sin perderse como para-sí. Es, pues, por naturaleza, conciencia infeliz, sin trascender posible de ese estado de infelicidad.

   Pero, ¿qué es exactamente en su ser este ser hacia el cual se trasciende la conciencia infeliz? ¿Diremos que no existe? Estas contradicciones que advertimos en él prueban sólo que ese ser no puede ser realizado. Y nada puede valer contra esta verdad de evidencia: la conciencia no puede existir sino comprometida en ese ser que la cierne por todas partes y de cuya presencia fantasmal está transida; ese ser que ella es y que, sin embargo, no es ella. ¿Diremos que es un ser relativo a la conciencia? Sería confundirlo con el objeto de una tesis. Ese ser no está puesto por la conciencia y ante ella; no hay conciencia de ese ser, ya que infesta la conciencia no tética (de) sí, la marca como su sentido de ser, y ella no es conciencia de él en mayor medida que conciencia de sí. Sin embargo, ese ser tampoco podría escaparse a la conciencia: en tanto que ella se dirige al ser como conciencia (de) ser, él está ahí. Y precisamente no es la conciencia quien confiere su ser a ese ser, como lo confiere a este tintero o a ese lápiz; pero, sin ese ser que ella es en la forma del no serlo, la conciencia no sería conciencia, es decir, carencia: al contrario, la conciencia toma de él para ella misma su significación de conciencia. Surge, al mismo tiempo que ella, a la vez en su meollo y fuera de ella; él es la absoluta trascendencia en la inmanencia absoluta; no hay prioridad ni de él sobre la conciencia ni de la conciencia sobre él: forman pareja. Sin duda, ese ser no podría existir sin el para-sí, pero éste tampoco podría existir sin aquél. Con relación a ese ser, la conciencia se mantiene en el modo de ser ese ser, pues él es ella misma, pero como un ser que ella no puede ser. Él es ella, en el meollo de ella misma y fuera de su alcance, como una ausencia y un irrealizable, y su naturaleza consiste en encerrar en sí su propia contradicción; su relación con el para-sí es una inmanencia total que culmina en total trascendencia.

   Por otra parte, no ha de concebirse este ser como presente a la conciencia con sólo los caracteres abstractos que nuestras investigaciones han establecido. La conciencia concreta surge en situación, y es conciencia singular e individualizada de esa situación y (de) sí misma en situación. A esta conciencia concreta está presente el sí, y todos los caracteres concretos de la conciencia tienen sus correlatos en la totalidad del sí. El sí es individual, e infesta al para-sí como su pleno cumplimiento individual. Un sentimiento, por ejemplo, es sentimiento en presencia de una norma, es decir, de un sentimiento del mismo tipo pero que sería lo que es. Esta norma o totalidad del sí afectivo está directamente presente como carencia padecida en el meollo mismo del sufrimiento padecido. Se sufre, y se sufre por no sufrir bastante. El sufrimiento de que hablamos no es jamás enteramente el que sentimos. Lo que llamamos el sufrimiento «bello» o «bueno» o «verdadero», que nos conmueve, es el sufrimiento que leemos en el rostro de los demás, o mejor aún, en los retratos, en la faz de una estatua, en una máscara trágica. Es un sufrimiento que tiene ser. Se nos ofrece como un todo compacto y objetivo, que no esperaba nuestra llegada para ser, y que rebasa la conciencia que de él tomamos; está ahí, en medio del mundo, impenetrable y denso, como este árbol o esa piedra, durando; por último, es lo que es; de él podemos decir: ese sufrimiento, que se expresa en ese rictus, en ese ceño. Está sostenido y ofrecido por la fisonomía, pero no creado. Se ha posado en ella, está más allá tanto de la pasividad como de la actividad, de la negación como de la afirmación: simplemente es. Y, empero, no puede ser sino como conciencia de sí. Bien sabemos que esa máscara no expresa la mueca inconsciente de alguien que duerme, ni el rictus de un muerto: remite a posibilidades, a una situación en el mundo. El sufrimiento es la relación consciente con esas posibilidades, con esa situación, pero solidificada, moldeada en el bronce del ser; y en tanto que tal nos fascina: es como una aproximación degradada a ese sufrimiento-en-sí que infesta a nuestro propio sufrimiento. El sufrimiento que siento yo, al contrario, no es nunca sufrimiento bastante, por el hecho de que se nihiliza como en-sí con el acto mismo por el cual se funda. Como sufrimiento, escapa hacia la conciencia de sufrir. No puedo jamás ser sorprendido por él, pues sólo es en la exacta medida en que yo lo siento. Su traslucidez le quita toda profundidad. No puedo observarlo, como observo el de la estatua, puesto que yo lo hago y sé de él. Si es preciso sufrir, yo querría que mi sufrimiento me captara y desbordara como una tempestad; pero es menester, al contrario, que yo lo eleve al contrario, que yo lo eleve a la existencia en mi libre espontaneidad. Querría a la vez serlo y padecerlo, pero ese sufrimiento enorme y opaco que me transportaría fuera de mí me roza constantemente con su ala y no puedo captarlo, no me encuentro sino a mí mismo; a mí, que me lamento y grito; a mí, que debo, para realizar ese sufrimiento que soy, representar sin tregua la comedia de sufrir. Me retuerzo los brazos, grito, para que seres en sí -sonidos, gestos- recorran el mundo, cabalgados por el sufrimiento en sí que yo no puedo ser. Cada lamento, cada fisonomía del que sufre aspira a esculpir una estatua en sí del sufrimiento. Pero esta estatua no existirá jamás sino por los otros y para los otros. Mi sufrimiento sufre por ser lo que no es, por no ser lo que es; a punto de reunirse consigo, se hurta, separado de sí mismo por nada, por esa nada de la que él mismo es fundamento. Por no ser bastante, se hace charlatán, pero su ideal es el silencio. El silencio de la estatua, del hombre agobiado que baja la frente cubre el rostro sin decir nada. Pero este hombre silencioso sólo calla para mí, en sí mismo parlotea inagotablemente, pues las palabras del lenguaje interior son como esbozos del «sí» del sufrimiento. Sólo a mis ojos ese hombre está «aplastado» por el sufrimiento: en sí mismo, se siente responsable de ese dolor que quiere sin quererlo y que no quiere queriéndolo, y está infestado por una perpetua ausencia, la del sufrimiento inmóvil y mudo que es el , la totalidad concreta e inalcanzable del para-sí que sufre, el para de la Realidad-humana sufriente. Como se ve, este sufrimiento-sí que visita a mi sufrimiento no es jamás puesto por éste. Y mi sufrimiento real no es un esfuerzo por alcanzar el sí: no puede ser sufriendo sino como conciencia (de) no ser suficientemente sufrimiento en presencia de ese sufrimiento pleno y ausente.

   Podemos ahora determinar con más nitidez lo que es el ser del sí: es el valor. El valor, en efecto, está afectado por el doble carácter, incompletamente explicado por los moralistas, de ser incondicionalmente y de no ser. En tanto que valor, en efecto, el valor tiene ser; pero este existente normativo no tiene ser, precisamente, en tanto que realidad. Su ser es ser valor, es decir, no ser ser. Así, el ser del valor en tanto que valor es el ser de lo que no tiene ser. El valor, pues, parece incaptable: sí se lo toma como ser, se corre el riesgo de desconocer totalmente su irrealidad y hacer de él, como los sociólogos, una exigencia de hecho entre otros hechos. En este caso, la contingencia del ser mata al valor. Pero, a la inversa, si no se tienen ojos sino para la idealidad de los valores, se les quitará el ser; y, faltos de ser, se desmoronan. Sin duda, puedo, como lo ha demostrado Scheler, alcanzar la intuición de los valores a partir de ejemplificaciones concretas: puedo captar la nobleza a partir de un acto noble. Pero el valor así aprehendido no se da como situado en el ser al mismo nivel que el acto al cual valoriza; al modo, por ejemplo, de la esencia «rojo» con relación al rojo singular. Se da como un más allá de los actos considerados; como, por ejemplo, el límite de la progresión infinita de los actos nobles. El valor está allende el ser. Empero, si no queremos quedarnos en palabras, hemos de reconocer que ese ser que está allende del ser, posee el ser por lo menos de alguna manera. Estas consideraciones bastan para hacernos admitir que la realidad humana es aquello por lo cual el valor llega al mundo. Pero el sentido del valor es ser aquello hacia lo cual un ser trasciende su ser, todo acto valorizado es arrancamiento del propio ser hacia... El valor, siendo siempre y doquiera el allende de todas las trascendencias, puede ser considerado como la unidad incondicionada de todas las trascendencias de ser. Y de este modo forma pareja con la realidad que originariamente trasciende su ser y por la cual el trascender viene al ser, es decir, con la realidad humana. Se ve también que el valor, siendo el más allá incondicionado de todas las trascendencias, debe ser originariamente el más allá del ser mismo que opera el trascender, pues es la única manera en que puede ser el más allá original de todas las trascendencias posibles. Si todo trascender ha de poder trascenderse, en efecto, es menester que el ser que opera el trascender sea a priori trascendido en tanto que es la fuente misma de las trascendencias, así, el valor tomado en su origen, o valor supremo, es el más allá y el para de la trascendencia. Es el más allá que trasciende y funda todas mis trascendencias, pero hacia el cual no puedo yo trascender jamás, ya que precisamente mis trascendencias lo suponen. Es lo fallido de todas las carencias, no lo faltante. El valor es lo si en tanto que infesta el meollo del para-si como aquello para lo cual es. El valor supremo hacia el cual la conciencia se trasciende a cada instante por su ser mismo es el ser absoluto del sí, con sus caracteres de identidad, pureza, permanencia, etc., y en tanto que es fundamento de sí. Es lo que nos permite concebir por qué el valor puede a la vez ser y no ser. Es como el sentido y el más allá de todo trascender, es como el en-sí ausente que infesta al ser para sí. Pero, desde que se lo considera, se ve que es él mismo un trascender ese ser-en sí, ya que se lo da él mismo a sí mismo. Está más allá de su propio ser porque, siendo su ser del tipo de la coincidencia consigo mismo, trasciende inmediatamente este ser, su permanencia, su pureza, su consistencia, su identidad, su silencio, reclamando estas cualidades a título de presencia a-sí. Y, recíprocamente, si se comienza por considerarlo como presencia, a-sí, esta presencia queda en seguida solidificada la fijada en en-sí. Además, el valor es en su ser la totalidad fallida hacia cual un ser se hace ser. Surge para un ser no en tanto que este ser es lo que es, en plena contingencia, sino en tanto que es fundamento de su propia nihilización. En este sentido, el valor infesta al ser en tanto que éste se funda, no en tanto que es: infesta a la libertad. Esto significa que la relación entre el valor y el para-sí es muy particular: es el ser que éste ha de ser en tanto que es fundamento, de su propia nada de ser. Y, si el para-sí ha de ser este ser, ello no ocurre por una coerción externa, ni porque el valor, como el primer motor de Aristóteles ejerza sobre él una atracción de hecho, ni en virtud de un carácter recibido de su ser; sino porque se hace ser en su ser como habiendo de ser ese ser. En una palabra, el sí, el para-sí y su mutua relación se mantienen en los límites de una libertad incondicionada -en el sentido de que nada hace existir el valor, sino esa libertad que al mismo tiempo me hace existir a mí- y a la vez en los límites de la facticidad concreta en tanto que fundamento de su nada concreta, el para-sí no puede ser fundamento de su ser. Hay, pues, una total contingencia del ser-para-el-valor, que recaerá inmediatamente sobre toda la moral para transirla y relativizarla; y, al mismo tiempo, una libre y absoluta necesidad.[2]

   El valor en su surgimiento original no es puesto por el para-sí: es consustancial a éste, hasta tal punto que no hay conciencia que no esté infestada por su valor y que la realidad humana, en sentido amplio, incluye al para-sí y al valor. Si el valor infesta al para-sí sin ser puesto por él, ello se debe a que el valor no es objeto de una tesis: en efecto, para ello sería menester que el para-sí fuese para sí mismo objeto de posición, ya que valor y para-si no pueden surgir sino en la unidad consustancial de una pareja. Así, el para-si como conciencia no-tética (de) sí no existe frente al valor, en el sentido en que, para Leibniz, la monada existe “sola frente a Dios” El valor no es, pues, conocido en este estadio, ya que el conocimiento pone al objeto frente a la conciencia. El valor es solo dado con la translucidez no-tética del para-sí, que se hace ser como conciencia de ser; está doquiera y en ninguna parte, en el meollo de la relación nihilizadora «reflejo-reflejante», presente e inalcanzable, vivido simplemente como el sentido concreto de esa carencia que constituye mi ser presente. Para que el valor se convierta en objeto de una tesis, es menester que el para-sí, al cual infesta, comparezca ante la mirada de la reflexión. La conciencia reflexiva, en efecto, pone la vivencia reflejada en su naturaleza de carencia y desentraña al mismo tiempo el valor como el sentido inalcanzable de lo fallido. Así, la conciencia reflexiva puede ser llamada, propiamente hablando, conciencia moral, ya que no puede surgir sin develar al mismo tiempo los valores. Es evidente que quedo libre, en mi conciencia reflexiva, para dirigir mi atención a los valores o para pasarlos por alto, exactamente como de mí depende mirar más particularmente, en la superficie de esta mesa, mi estilográfica o mi paquete de tabaco. Pero, sean o no objeto de una atención detallada, los valores son.

   No ha de concluirse de ello, empero, que la mirada reflexiva sea la única capaz de hacer aparecer el valor, ni que proyectemos por analogía los valores de nuestro para-sí en el mundo de la trascendencia. Si el objeto de la intuición es un fenómeno de la realidad humana, aunque trascendente, se entrega inmediatamente con su valor, pues el para-sí del prójimo no es un fenómeno escondido y que se daría solamente como la conclusión de un razonamiento por analogía. Se manifiesta originariamente a mi para-sí y, como veremos, su presencia como para-otro es condición necesaria para la constitución del para-sí como tal. Y en este surgimiento del para-otro el valor es dado como en el surgimiento del para sí, a partir de un modo de ser diferente. Pero no podemos tratar sobre el encuentro objetivo de los valores en el mundo mientras no hayamos elucidado la naturaleza del para-otro. Postergamos, pues, el examen de esta cuestión hasta la  tercera parte del presente libro.
[1] A este tipo de negación pertenece la oposición hegeliana. Pero esta oposición misma debe fundarse sobre la negación interna primitiva, es decir, sobre la falta. Por ejemplo, si lo inesencial se hace a su vez esencial, ello se debe a que se lo siente como una falta en el seno de lo esencial.
[2] Se incurrirá tal vez en la tentación de traducir en términos hegelianos la trinidad aquí encarada, haciendo del en-sí la tesis, del para-sí la antítesis y del en-sí-para-sí o valor la síntesis. Pero ha de observarse que, si al para-si le falta el en-sí, al en-sí no le falta el para-sí. No hay, pues, reciprocidad en la oposición. En una palabra, el para-si permanece inesencial y contingente con respecto al en-sí, y esta inestabilidad es a lo que llamábamos antes su facticidad. Además, la síntesis o valor sería ciertamente un retorno a la tesis y, por ende, un retorno a sí, pero como aquel es totalidad irrealizable, el para-sí no es un momento que pueda ser trascendido. Como tal, su naturaleza lo aproxima mucho más a las realidades “ambiguas” de Kierkegaard. Además, encontramos aquí un doble juego de oposiciones unilaterales: al para-sí, en un sentido, le falta el en-si, al cual en cambio no le falta aquel; pero, en otro sentido, le falta su posible (el para-si faltante), el cual tampoco está falto de él.
El Ser y la Nada, Jean-Paul Sartre

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