La Ciudad Como Metáfora
¿A qué se reduce el cerebro humano, nuestro sistema nervioso central?, a crear la ilusión de que tenemos control sobre el medio. Para eso se vale de mil y un artimañas y subterfugios. La conciencia de sí, esa que nos inocula la presencia de un yo, de un agente que está al mando, tan sólo obedece al mismo "truco". El budismo se caracteriza por el desprendimiento de esa "sombra" de un yo, de esa trampa. Pero de nuevo es otro truco barato del cerebro, en un proceso que hace que haya una voluntad, o quizás una noluntad, que lleva a cabo esta nueva simulación.
Con la edad se aprende, que no se tiene ni tanto control sobre el mundo, ni tanto control de nuestro cerebro. Se aprende que todo va a "su bola", asumiendo así que somos casi meras marionetas de la realidad. La evolución de una vida humana se puede asemejar a la evolución y crecimiento de una ciudad. Las primeras viviendas no siguen casi ningún tipo de planificación de futuro, si acaso a guardar cierta distancias las unas de las otras. Ahí surgen distintas facticidades. Si esas casas se plantan en una región fría, se hacen lo más juntas posibles, para guarecerse unas de otras del viento; si por el contrario se hace en una región cálida se construyen con más distancia. En cuanto la población crece se crea una plaza o zona central de espacio de convivencia. Estas reglas son equiparables a lo que nos viene dado de nacimiento, el aspecto físico, el carácter y el lugar del nacimiento. Durante los primeros años la ciudad crece sin ningún orden y regla. Equiparable a los daños que se producen en la infancia, que te dejan marcado de por vida. Al llegar a la adolescencia de la ciudad se tiene una gran sensación de poder, de energía, de capacidad para la planificación. Igualmente el humano pone unas grandes miras y expectativas en su vida y futuro, ahí nacen los sueños, las metas y las esperanzas.
3. m. Fís. y Mat. Comportamiento aparentemente errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos deterministas con gran sensibilidad a las condiciones iniciales.
Con todo ya hay una ciudad que ha crecido con mucho desorden y caos. No se trata de cambiar lo dado, sino de hacer que las nuevas viviendas y barrios sigan cierto orden y planificación. En los primeros años de la salida de la adolescencia, se está en plena sensación de tener control sobre el mundo y sobre la vida. Primeros años de trabajo y remuneración, primeras relaciones de pareja algo duraderas, con las cuales planificas un futuro. En la entrada en la madurez de la ciudad, las casas se construyen bajo un plan rutinario y planificado, pero también empieza a emerger el caos: calles que se levantan, edificios del centro que están ruinosos, calles estrechas que se hacen angostas para el paseo y el tránsito. Se hace necesario una planificación de arriba abajo. La época del Renacimiento, es esa era, en donde las ciudades se piensan con una planificación para varios siglos: se tiran edificios para ensanchar calles, calles diagonales, para atravesar mejor la ciudad; se crean nuevas zonas de recreo, de parques y esparcimiento. Equivale a la compra de un piso, tener los primeros hijos en sus primeros años y la planificación de la educación de estos.
Cuando empiezan a crecer los hijos se va llegando a cierta edad, donde se comprende que la educación de un hijo no es una cosa que se pueda planificar al detalle. Viene con unas virtudes y unas taras, la vida se trunca aquí y allá por falta de dinero, con leyes que nos ponen trabas en nuestros planes, y con situaciones en la vida que no estaban planificadas: accidentes, enfermedades, tránsitos por depresiones y periodos de ansiedad. Todo empieza a parecer que está fuera de control. La pavimentación de las calles se rompen, los árboles levantan el asfalto, se revientan tuberías. No se puede avanzar al ritmo deseado, si parte del presupuesto anual se ha de destinar a arreglar desperfectos e improvistos.
Con la llegada a la edad madura, la ciudad es ese todo de un centro rígido, que aunque bello, impone una estructura de todo el resto del entorno. Los barrios han envejecido, y al lado de edificios de dos plantas se levantan otros de ocho. No hay armonía, no hay equilibrio ni belleza. Cada barrio tiene su carácter, y cada calle sus extrañas curvas, y edificios avanzados y otros atrasados, con respecto a una línea imaginaria. Las pavimentaciones están llenas de baches y elevaciones y con piezas de enlosados de distintos colores y geometrías. Hay árboles moribundos en paseos desolados, y vallas rotas, oxidadas y con desconchados de pintura. El control se ha perdido de forma completa. La ciudad tiene su propia alma, su propia esencia, y en donde ya nadie gobierna. Ya nadie es capaz de planificar un revestimiento y embellecimiento de toda la ciudad. Se le acepta tal cual es, con sus recovecos y lugares lúgubres, y sus grandes y bellas calles de esbeltos edificios y estructuras regias. Al final hay que aceptar que nunca se tuvo un "verdadero" plan. Que nunca se tuvo plenamente el control, de ese todo que iba, poco a poco, emergiendo para "encontrar" su propia alma quejumbrosa, pero igualmente sublime. La ciudad no tenía un destino, no tenía una voluntad sobre sí misma, no gobernaba en nada. Iba trazándose y amoldándose en cada uno de sus recovecos, en cada uno de sus rincones, en cada una de sus zonas perfectas e imperfecciones.
El humano, con la edad, comprende que la vida es así de azarosa, así de laberíntica, así de descontrolada. Pero de alguna forma, si lo comprende con cierta sabiduría, se sentirá a gusto con ese caos, con ese aparente control que se viste una y otra vez de caos. Somos seres de caos, porque en definitiva el universo fue posible por ese condimento, en dónde materia y antimateria no estaban en la misma proporción y orden. Somos caos, porque la evolución no planificó nada, no pensó nada, sino que iba haciendo y deshaciendo aquí y allá, no sin cierto desorden y azarosidad. Se nace desde el caos del encuentro de un óvulo y un espermatozoide, que no se ponen de acuerdo en casi nada, más que en la construcción de un cuerpo.
Al final la vida, los paseos por la ciudad, no se disfrutan más por ir por las calles más transitadas y comerciales, sus máscaras de control y para los turistas. Una ciudad se disfruta si al ir por cualquier calle, de repente, levantas la cabeza y te encuentras allí, con una balconada en la que nunca habías fijado. Se disfruta al pensar por qué ese edificio tan esbelto, está al lado de ese otro tan achaparrado. Hay que amar a la ciudad en su caos, en su imperfección, en sus callejuelas viejas, en sus rincones húmedos y mohosos. En definitiva, el encanto de la ciudad se lo ha dado el caos, no ningún orden o cualquier pretendida sensación de control.
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