Nietzsche y el Nihilismo



Es una entrada sólo para compartir dos escritos de fragmentos de Nietzsche, relacionados con el nihilismo.


El Nihilismo

1) Lo que yo cuento aquí es la historia de las próximas dos centurias. Describo lo que vendrá, lo que no podrá menos que venir: el advenimiento del nihilismo. Esta historia puede ser contada ya ahora; pues opera en ella la necesidad misma. Este futuro habla ya a través de cien signos; este destino se anuncia por doquier; ya todos los oídos están aguzados, prontos a captar esta música del porvenir. Desde hace mucho toda nuestra cultura europea, presa de una tensión angustiosa que aumenta de década en década, se encamina a una catástrofe -inquieta, violenta y precipitada; cual río que ansía desembocar en el mar, ya no reflexiona, tiene miedo de reflexionar. […]

  • ¿Qué significa el nihilismo? —Significa que se desvalorizan los más altos valores . Falta la meta; falta la respuesta al «¿por qué?».
  • El nihilismo radical es el convencimiento de que la existencia es absolutamente insostenible si se trata de los más altos valores que se reconocen; amén de la conclusión de que no tenemos el menor derecho de suponer un «más allá» o un «en sí» de las cosas que sea «divino», moral verdadera.

Esta conclusión es consecuencia de la «voluntad de verdad» inculcada en el hombre; es decir, es consecuencia de la fe en la moral.

  • El nihilismo es ambiguo: a) nihilismo como signo de aumento de poder del espíritu: el nihilismo activo. b) nihilismo como decadencia y merma del poder del espíritu: el nihilismo pasivo.
  • El nihilismo es un estado normal.

Puede ser síntoma de fuerza; el poder del espíritu puede haber acrecido a tal punto que le son inadecuadas las metas tradicionales («convicciones», artículos de fe) (-pues una fe expresa en general la dictadura de condiciones de existencia, la sumisión a la autoridad de las circunstancias bajo las cuales un ser prospera, crece y adquiere poder…); por otra parte, puede ser síntoma de fuerza insuficiente para fijarse en forma productiva una nueva meta, un nuevo por qué, una nueva fe.

Alcanza el nihilismo su máxima fuerza relativa como fuerza violenta de destrucción; como nihilismo activo.

Su antítesis es el nihilismo cansado que ya no ataca y cuya modalidad más famosa es el budismo: nihilismo pasivo, síntoma de debilidad. La fuerza del espíritu puede estar cansada, agotada, así que los objetivos y los valores existentes son inadecuados y no se cree más en ellos; -de modo que se disuelve la síntesis de los valores y los objetivos (en la que se basa toda cultura fuerte) y los distintos valores luchan entre sí: desintegración; -de modo que todo lo que reconforta, cura, aquieta, aturde, pasa a primer plano bajo variado disfraz: religioso, moral, político, estético, etc.

  • Representa el nihilismo un estado intermedio patológico (patológica es la tremenda generalización, el no deducir ningún sentido); ya sea porque las fuerzas productivas aún no son lo suficientemente poderosas, o porque la decadencia se demora aún y no ha inventado todavía sus recursos.

Premisa de esta hipótesis -no existe la verdad; no existe la esencia absoluta de las cosas, la «cosa en sí». –Esto también es nada más que nihilismo llevado al extremo.

Este nihilismo extremo sitúa el valor de las cosas precisamente en la circunstancia de que a estos valores no ha correspondido, y no corresponde, ninguna realidad, sino que son síntoma de fuerza de los valoradores, simplificación para la vida, nada más.

  • La pregunta del nihilismo: «¿para qué?» tiene su raíz en la costumbre según la cual la meta parecía establecida, dada, postulada desde fuera, –es decir, por alguna autoridad suprahumana. Tras haber perdido la fe en tal autoridad, se anda por costumbre en procura de otra autoridad susceptible de hablar en términos absolutos y de fijar metas y tareas. Entonces, la autoridad de la conciencia (a medida que la moral se emancipa de la teología, se vuelve más imperativa) aparece primordialmente como sustituto de una autoridad personal. O la autoridad de la razón. O el instinto gregario (el rebaño). O la Historia, con su espíritu inmanente a ella, que lleva en sí su meta y a la cual uno puede abandonarse. Se quisiera eludir la volición, la aspiración a una meta, el riesgo inherente a eso de fijarse uno mismo una meta, se quisiera eludir la responsabilidad (-se aceptaría el fatalismo). Por último: la felicidad y, con cierta dosis de hipocresía, la felicidad del mayor número posible de personas.

Dícese el individuo:

  1. no hace falta una meta determinada;
  2. no es posible prever el futuro.

Precisamente ahora que haría falta la voluntad más poderosa, es cuando ella está más débil y apocada. Falta absoluta de fe en el poder de organización de la voluntad para el todo. […]

31) El nihilista filosófico está convencido de que todo acaecer carece de sentido y es fútil y afirma que no debiera haber un Ser carente de sentido y fútil. Pero ¿de dónde viene ese «no debiera»? ¿De dónde se saca ese «sentido», ese criterio? -El nihilista entiende, en el fondo, que tal Ser vano e inútil no satisface al filósofo, lo azora y desespera. Tal consideración está reñida con nuestra más fina sensibilidad de filósofo; se reduce a la valoración absurda de que el carácter del Ser le debe causar placer al filósofo…

Se comprende fácilmente que dentro del acaecer el placer y el desplacer sólo pueden significar medios; resta entonces preguntar si después de todo, estaría a nuestro alcance percibir el «sentido», el «fin», si la cuestión de existencia o no existencia de un sentido podría ser resuelta por el hombre. […]

75) A las posiciones extremas no se sustituyen otras moderadas, sino otras extremas, pero invertidas. Así, la creencia en la amoralidad absoluta de la Naturaleza, en la ausencia de fin y sentido es el efecto psicológicamente necesario cuando ya no puede mantenerse la creencia en Dios y un orden esencialmente moral. El nihilismo adviene ahora, no porque haya aumentado la aversión por la existencia, sino porque se ha llegado a desconfiar de todo «sentido» del mal, y aun de la existencia. Se ha desmoronado una interpretación; pero como se la tenía por la interpretación, parece que la existencia careciese de todo sentido, que todo fuese en vano.

Queda por demostrar que este «¡En vano!» determina el carácter de nuestro actual nihilismo. La desconfianza que suscitan en nosotros nuestras valoraciones tradicionales se acrecienta hasta el extremo de llevarnos a sospechar que todos los «valores» sean cebos en que la farsa se prolonga, pero no se aproxima en absoluto a una solución. La duración, signada por un «en vano», sin meta ni fin, es lo que más abruma y anonada, máxime cuando uno comprende que es engañado, pero no puede impedir que se lo engañe.

Concibamos esta idea en su forma más pavorosa: la existencia, tal como es, sin sentido ni fin, pero repitiéndose inexorablemente, sin desembocar jamás en la nada: el eterno retorno.

He aquí la forma extrema del nihilismo: la nada (lo «carente de sentido») – eternamente.

Selección de La voluntad de poder. en «Obras Completas», vol. IV, Prestigio, Buenos Aires, p. 433-462. (Traducción de Pablo Simón).


El Nihilismo y el Eterno Retorno

No se abandona una posición extrema por una posición moderada sino por otra igualmente extrema, pero contraria. Y así es como la creencia en la inmortalidad absoluta de la naturaleza, en su falta de sentido y de fin, se apodera de nosotros como una pasión psicológicamente necesaria, cuando ya no puede mantenerse la creencia en Dios y en un orden esencialmente moral del universo. El nihilismo aparece entonces, pero no porque la desgana por la vida sea mayor que antes, sino porque nos hemos vuelto desconfiados hacia todo tipo de «sentido» atribuido al mal e incluso a la existencia. Una interpretación entre otras ha naufragado, pero como se creyó que era la única interpretación posible, parece que la existencia ya no tenga sentido, que todo sea en vano.

¡Esta es la forma extrema del nihilismo!: ¡la Nada (el «absurdo») eterna!

Forma europea del budismo: la energía del saber y de la fuerza obliga a semejante creencia. Es la más científica de todas las hipótesis posibles. Nosotros negamos las causas finales: si la existencia tuviese un fin, ya lo habría alcanzado.
Entonces comprendemos que se aspira a lo contrario del panteísmo, pues si «todo es perfecto, divino, eterno», debe creerse igualmente en el «Eterno Retorno». Un problema: la abolición de la moral ¿es también la abolición de esa afirmación panteísta de todo lo que existe? En el fondo, lo que se ha superado es sólo el Dios moral. ¿Tendría sentido imaginar todavía un Dios situado «más allá del bien y del mal»? ¿Sería posible aún un panteísmo de ese cariz? Si suprimimos de la evolución la idea de un fin, ¿afirmaremos no obstante la evolución? Sí, en tanto en cuanto fuese alcanzado siempre un único y mismo fin dentro de esa evolución y en cada uno de sus momentos. Spinoza llegó a formular una afirmación de ese tipo atribuyendo a cada instante una necesidad lógica; y gracias a su incomprensible instinto lógico, pudo salir victorioso de un mundo construido de ese modo.

Pero su caso no es más que un caso particular. Si en el fondo de todo devenir hubiese un carácter fundamental que se manifestase por ese devenir, sería preciso que todo individuo, reconociendo en ese carácter el rasgo fundamental de su propia naturaleza, afirmase triunfalmente todos los momentos del devenir universal. Para ello bastaría que el individuo sintiese en sí mismo ese carácter como bueno, precioso, agradable.

Pero la moral ha protegido a la vida contra la desesperación, contra el hundirse en la nada entre los hombres y los grupo brutalizados y oprimidos por otros hombres: pues el sentimiento de nuestra impotencia contra los hombres y no contra la naturaleza es lo que engendra la amargura más desesperada contra la existencia. La moral ha considerado a los poderosos, los violentos, etc., y en general, a los «señores», como los enemigos del hombre común, de los cuales hay que protegerlo, es decir, alentarlo y fortalecerlo. Por consiguiente, la moral ha enseñado a odiar, a despreciar en lo más profundo del alma lo que constituye el rasgo distintivo de los señores: su voluntad de poder. Para negar, destruir y aniquilar esa moral tendría que adoptarse en lugar del instinto más aborrecido un sentimiento y un juicio de valor inversos. Si el que sufre, el oprimido, dejase de creer que tiene el derecho de despreciar la voluntad de poder, se precipitaría en una desesperación incurable. Se daría este caso si ese carácter fuese esencial para la vida si se comprobase que incluso esta voluntad moral dé hacer el bien no es más que una máscara de la «voluntad de poder», que este odio y este desprecio mismos son todavía voluntad de poder. El oprimido se daría cuenta entonces de que está situado en el mismo nivel que su opresor, sin privilegios ni superioridad de ninguna clase.

¡Muy al contrario!, no hay nada en la vida que tenga valor excepto el grado de poder -si se admite que la vida misma es voluntad de poder. La moral ha protegido a los desheredados contra el nihilismo, atribuyendo a todo hombre un valor infinito, un valor metafísico, e integrándolo en una jerarquía que no coincide con la del poder secular; la moral ha enseñado la resignación, la humildad, etc. Suponiendo que la creencia en esa moral desapareciese, los desheredados, privados de consuelo, desaparecerían.

Esa desaparición se presenta como una destrucción, una selección instintiva de la fuerza destructora. Síntoma de esa autodestrucción de los desheredados: la autovivisección, la intoxicación, la embriaguez, el romanticismo, y sobre todo la necesidad instintiva de realizar unos actos que suscitan contra ellos el odio mortal de los poderosos (como si se seleccionase uno mismo sus propios verdugos), la voluntad de destruir, expresión de un instinto más profundo aún que la voluntad de destruirse: la voluntad de la nada.

El nihilismo es el síntoma de que los desheredados han perdido toda posibilidad de consuelo; de que destruyen para que se les destruya; de que, privados de la moral, ya no disponen de ninguna razón para «resignarse»: de que se sitúan en el plano del principio contrario y quieren, también ellos, ejercer el poder obligando a los poderosos a convertirse en sus verdugos. Tal es la forma europea del budismo, de la negación activa, una vez la existencia ha perdido su «sentido».

No es que la «indigencia» haya aumentado: ¡al contrario!: «Dios, moral, resignación eran remedios contra un terrible grado de miseria: el nihilismo activo aparece en circunstancias relativamente mucho más favorables. El mero hecho de sentir que la moral está superada presupone un relativo nivel cultural, y éste a su vez presupone un relativo bienestar. Un relativo cansancio intelectual, llevado por el largo conflicto de las opiniones filosóficas hasta un escepticismo desesperado respecto a toda filosofía, caracteriza también el nivel en modo alguno mediocre de esos nihilistas. Piénsese en las circunstancias en que apareció Buda. La doctrina del Eterno Retorno tendría premisas científicas (como las tenía la doctrina de Buda, por ejemplo: el principio de causalidad, etc.).

¿Qué significa en nuestros días la palabra «desheredado»? Sobre todo tiene un sentido fisiológico, ya no político. La clase más insana del hombre europeo (en todos los estratos) es el terreno en que crece ese nihilismo; ella concebirá la creencia en el Eterno Retorno como una maldición que cuando hiere hace que no pueda retrocederse ante ningún acto; esos no sólo querrán extinguirse pasivamente, sino extinguir voluntariamente todo lo que hasta ese punto está desprovisto de sentido y finalidad; a pesar de que se trate sólo de un estertor de una rabia ciega ante la idea de que todo existe desde toda la eternidad, incluso este momento de nihilismo y de ansia de destrucción. El valor de semejante crisis es que purifica, que agrupa a los elementos análogos y los hace destruirse entre si que asigna tareas comunes a los hombres de mentalidades más opuestas, que, incluso entre ellos, saca a la luz a los más débiles, a los más inseguros, y da así impulso a una nueva jerarquía de las fuerzas, basada en la salud; los señores reconocidos como señores, los esclavos reconocidos como esclavos. Esto, desde luego, fuera de todos los órdenes sociales existentes.

¿Quiénes aparecerán entonces como los más fuertes? Los más moderados, los que no tienen necesidad de creencias extremas. Los que no sólo aceptan sino que aman una buena porción de azar, de absurdidad. Los que son capaces de despreciar intensamente el valor del hombre sin por ello verse empequeñecidos o debilitados: los más ricos en salud, los que están en condiciones de soportar las mayores desgracias y que, por ello, ya no temen la desgracia- hombres seguros de su poder y que representan con un consciente orgullo el grado de fuerza alcanzado por el hombre.

¿Qué pensaría un hombre así del Eterno Retorno?


(Voluntad de Poder, libro II, Introducción, § 8. En torno a la voluntad de poder, Península, Barcelona 1973, p.157-162.)


(Nota personal. En este último escrito es intercambiable, hasta cierto punto, voluntad de poder por lucha por la dignidad, por hacerse valer como un ser humano válido, sea cual sea las condiciones en las que se esté —a nivel individual de mente y cuerpo— y en las que se viva —en lo social—).

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