La Solemnidad de lo Efímero

La vida también es esa mañana siguiente de un día orgiástico, en el que has llegado a alcanzar a tocar todas las teclas del universo, uniéndolas en una bella melodía. El séptimo día Dios estaba de un humor de perros. “Escucha cualquier canción triste y calla tu ira”, nos suele recordar bajo el semblante de una intuición, pues la vida prefiere, antes que la ira, la tristeza. Al “levantarnos con mal” pie se tiene capacidad para “construir” una destrucción…, al hacerlo con buen pie tienes una mayor capacidad para construir. ¿Es legítimo hacerlo en el primer estado? ¿Por qué uno hay que rechazarlo y al otro abrazarlo?, ¿no renegamos de parte de nuestra naturaleza? Y si sólo obedecemos al lado positivo…, ¿no estamos siguiendo ciegamente la orden natural de que lo que hay que reproducir, copiar, transmitir es lo más acto? ¿No se dice que Prometeo nos dio la antorcha para renegar de las leyes naturales?, para cuestionarlas, como que al morder la manzana no fuera para pecar, sino para ir contra el concepto de que sólo podía sobrevivir lo más acto. La madre ama a sus hijos aún en sus defectos…, la muerte se alimenta de lo defectuoso, de lo roto, lo herido…, lo lleva a su seno. La seguridad en sí mismo del psicópata mata, todo ente en su estado orgiástico, máximo, introduce a todo otro dentro de su ser, asfixiándolo; por el contrario la tristeza, recogiéndose sobre sí, como si quisiera colapsarse hasta desaparecer, sólo se mata a sí misma… ¿suicidarse y matar son lo mismo? Quién pone el valor de las cosas…, ¿nos creemos que fue Dios? La vida mata, crea a nivel profundo la muerte programada, al aceptar los defectos no amamos a la vida, sino que nos contraponemos a la muerte… desobedeciendo a la vida. Soñamos con la muerte no porque nos dé miedo, si no para aceptarnos en nuestras taras y fallos. Las pesadillas nos sacan de sus profundas cuevas, no para que reniegues de tales profundidades, sino para que las recuerdes. En definitiva para hacerte tocar tierra, para ponerte en tu sitio, sacarte y bajarte de tus limbos orgiásticos.

Hoy he llegado, de repente, a una sensación absurda y justa. Me he dado cuenta, en un relámpago íntimo, de que no soy nadie. Nadie, absolutamente nadie. Cuando brilló el relámpago, aquello donde había supuesto una ciudad era una llanura desierta; y la luz siniestra que me mostró a mí no reveló un cielo encima de ella. Me han robado el poder de ser antes de que el mundo fuese. Si tuve que reencarnar, he reencarnado sin mí, sin haber reencarnado yo. Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé pensar, no sé querer. Soy una figura de novela por escribir, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido, entre los sueños de quien no supo completarme. Pienso siempre, siento siempre; pero mi pensamiento no contiene raciocinios, mi emoción no contiene emociones. Estoy cayendo, desde la trampa de allí arriba, por todo el espacio infinito, en una caída sin dirección, infinita  y vacía. Mi alma es un viento marítimo negro, vasto vértigo alrededor del vacío, movimiento de un océano infinito en torno a un agujero de nada, y en las aguas que son más giro que aguas boyan todas las imágenes de lo que he visto y oído en el mundo —van casas, caras, libros, cajones, rastros de música y sílabas de voces, en un remolino siniestro y sin fondo. Y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino mediante una geometría del abismo; soy la nada en torno a la cual gira este movimiento, sin que ese centro exista sino porque todo círculo lo tiene. Yo, verdaderamente yo, soy el pozo sin muros, pero con la viscosidad de los muros, el centro de todo con la nada alrededor. Y es, en mí, como si el infierno mismo riese, sin por lo menos la humanidad de los diablos riéndose, la locura graznada del universo muerto, el cadáver rodante del espacio físico, el fin de todos los mundos fluctuando negro al viento, disforme, anacrónico, sin Dios que lo hubiese creado, sin él mismo que está rodando en las tinieblas de las tinieblas, imposible, único, todo.

La naturaleza de este mundo es la absoluta indiferencia, y es todavía el deber del filósofo parecerse a la naturaleza de este mundo, sin dejar de ser el hombre que no podrá dejar de ser: la coherencia, la mesura y la objetividad tienen este precio. Todos los problemas serían resueltos por la objetividad, la mesura y la coherencia, pero como la mayor parte de los hombres son incapaces de ello, todos los problemas permanecen insolubles, la catástrofe es para siempre la única escuela donde los indignos recibirán las enseñanzas que la tontería y la locura les merecen. No podemos transformar a los sonámbulos en videntes ni hacer probar la luz a estos ciegos de nacimiento, la ley del orden es que la masa de perdición no será salvada y que ella se consuela de su pérdida engendrando hasta perder el aliento, con el fin de ser innumerable y de abastecer sin cansancio una legión de víctimas. Entrevemos aquello que nos espera y arreglamos nuestra conducta sobre aquello que nuestros ojos nos enseñan, pero esto también prueba que la mayor parte de los mortales no distinguen nada y que no salen de su sueño más que para caer en la desesperanza, ellos que no tienen otra ley que la de sufrir eso que no entienden.

La verdad que Dostoievski pone en boca del Gran Inquisidor es que la humanidad nunca ha buscado la libertad y nunca lo hará. Las religiones seculares de los tiempos modernos predican que los seres humanos ansían ser libres, y no deja de ser cierto que las restricciones de cualquier clase les resultan irritantes. Pero es raro que los individuos valoren su libertad por encima de la comodidad que deriva del servilismo, y aún menos frecuente resulta en el caso de pueblos enteros. Joseph de Maistre comentaba (a propósito de la máxima de Rousseau según la cual todos los hom­bres nacen libres, pero en todas partes se hallan encadenados) que creer, porque unas pocas personas buscan en algún momen­to la libertad, que todos los seres humanos la quieren es como pensar que, puesto que hay peces voladores, volar forma parte de la naturaleza de los peces.

Las cosas han encontrado un medio de escapar a la dialéctica del sentido, que las aburría: consiste en proliferar al infinito, potencializarse, insistir sobre su esencia, en una escalada a los extremos, en una obscenidad que les sirve ahora de finalidad inmanente y de razón insensata. Nada nos impide pensar que podemos obtener los mismos efectos en el orden inverso —otra sinrazón, también victoriosa. La sinrazón vence en todos los sentidos: ahí está el principio del Mal. El universo no es dialéctico; está condenado a los extremos, no al equilibrio. Condenado al antagonismo radical, no a la reconciliación ni a la síntesis. Ese también es el principio del Mal, y se expresa en el maligno genio del objeto, se expresa en la forma extática del objeto puro, en su estrategia victoriosa de la del sujeto. Conseguiremos unas formas sutiles de radicalización de las cualidades secretas, y combatiremos la obscenidad con sus propias armas. A lo más verdadero que lo verdadero opondremos lo más falso que lo falso. No enfrentaremos lo bello y lo feo, buscaremos lo más feo que lo feo: lo monstruoso. No enfrentaremos lo visible a lo oculto, buscaremos lo más oculto que lo oculto: el secreto.

Por qué Dios es tan incoloro, tan débil, tan mediocremente pintoresco? ¿Por qué carece de interés, de vigor y de actualidad y se nos parece tan poco? ¿Existe una imagen menos antropomórfica y más gratuitamente lejana? ¿Cómo hemos podido proyectar sobre él resplandores tan pálidos y fuerzas tan claudicantes? ¿A dónde han fluido nuestras energías, en dónde se han vertido nuestros deseos? ¿Quién ha absorbido entonces nuestro superávit de insolencia vital? ¿Nos volveremos hacia el Diablo? Pero no sabríamos dirigirle oraciones: adorarle sería rezar introspectivamente, rezarnos a nosotros. No se adora a la evidencia: lo exacto no es objeto de culto. Hemos colocado en nuestro doble todos nuestros atributos y, para realzarle con un semblante de solemnidad, le hemos vestido de negro: nuestras vidas y nuestras virtudes, de luto. Dotándole de maldad y de perseverancia, nuestras cualidades dominantes, nos hemos agotado para volverle tan vivo como sea posible; nuestras fuerzas se han consumido en forjar su imagen, en hacerla de arcilla, saltarina, inteligente, irónica y, sobre todo, mezquina. Las reservas de energías con las que contábamos para forjar a Dios se reducían a nada. Entonces recurrimos a la imaginación y a la poca sangre que nos quedaba: Dios no podía ser sino el fruto de nuestra anemia: una imagen tambaleante y raquítica. Es bueno, suave, sublime, justo. Pero, ¿quién se reconoce en esa mezcla fragante de agua de rosas relegada en la trascendencia? Un ser sin doblez carece de profundidad y de misterio; no esconde nada. Sólo la impureza es signo de realidad. Y si los santos no carecen completamente de interés, es que su sublimidad se mezcla con la novela y su eternidad se presta a la biografía; sus vidas indican que han abandonado el mundo por un género susceptible de cautivarnos de vez en cuando.

Ando por tu noche; dame la mano. Dime: ¿la noche eres tú, verdad? ¡La noche, la ausencia desgarradora de todo! Pues tú eres aquel que está presente en la universal ausencia, aquel a quien se oye cuando todo es silencio, aquel a quien se ve cuando ya no se ve nada. Vieja noche, gran noche anterior a los seres, noche del no-saber, noche de la desgracia y el dolor, escóndeme, devora mi cuerpo inmundo, deslízate entre mi alma y yo y róeme. Quiero la desnudez, la vergüenza y la soledad del desprecio, pues el hombre está hecho para destruir al hombre en sí mismo y para abrirse como una hembra al gran cuerpo tenebroso de la noche. Mientras no lo pruebe todo, no tendré gusto por nada; hasta que no lo posea todo, no poseeré nada. Hasta que lo sea todo, no seré nada en nada. Me rebajaré por debajo de todos y tú me apresarás en las redes de tu noche y me levantarás por encima de ellos. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Es ésta tu voluntad? Este odio del hombre, este desprecio de mí mismo, ¿no los busqué ya, cuando era malo? ¿Cómo distinguiré la soledad del bien de la soledad del mal?

La humanidad… no tiene objetivo, ni idea, ni plan, más que la familia de mariposas u orquídeas. ‘Humanidad’ es una expresión zoológica, o una palabra vacía. (…) Veo, en lugar de ese producto vacío de una historia lineal que solo se puede mantener cerrando los ojos ante la abrumadora multitud de hechos, el drama de una serie de Culturas poderosas, cada una de las cuales brota con la fuerza primitiva de la historia. suelo de una región madre a la que permanece firmemente unida durante todo su ciclo de vida; cada uno estampando su material, su humanidad, a su propia imagen; cada uno tiene su propia idea, sus propias pasiones, su propia vida, voluntad y sentimiento, su propia muerte.


Sólo uno de los párrafos es mío. El “engaño” era en la dirección de hacer ver que mi dolor “no me pertenece”, ni nadie se (te) puede o se debe reducir a él. El dolor es sólo una entre otras de las recalcitrantes “heridas” de la humanidad, de la vida. El resto de escritos son de “el libro del desasosiego” de Pessoa, “Brevario del caos” de Albert Caraco, “perros de paja” de John N. Gray, “las estrategias fatales” de Baudrillard, “el Dios y el diablo” de Sartre y “la decadencia de occidente” de Spengler.

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