El Hombre que Hablaba con la Nueces
Todos los días el hacedor de amaneceres coloca a cada humano en su sitio para que empiecen su jornada. A veces de forma errática, pero casi siempre predecible. Una de esas mañanas Ñau, errabundo, se encontró de repente en medio de un gran parque, repleto de arboledas que propiciaban el aislamiento y las largas sombras de oscuridad de los leñosos seres centenarios. A sus ojos se le presentó una mujer sentada en un banco, a las sombras de unos álamos, en ese día de verano que empezaba. Sin saber muy claramente el por qué, se acercó a ella, sin hacerlo directamente para no resultar demasiado amenazador.—Me permite sentarme— le preguntó, temiendo una negativa.
—El parque es de todos— dijo alegre y desenfadadamente la dama.
Ñau mira para todos los lados, buscando entre su mente y el parque, un tema y pretexto por el que iniciar una conversación.
—Usted es una mujer…, ¿verdad?, —le ha empezado a decir torpemente, esperando que la mujer se levantase y se fuese.
—¡La duda ofende!— le contesta la mujer, no sin cierto tono de voz afable y caricaturesco, como imitando una ofensa inexistente.
—Es que verá, hoy en día uno ya no sabe qué es ser una mujer.
—¿Usted cree?
—Si claro…— Ñau se pierde en sus propios pensamientos por unos segundos y vuelve sus ojos hacia la extraña, rogando paciencia, —¿No cree que las palabras se pliegan en la cabeza?, cómo caben todas. A veces se enmarañan, se ovillan y salen a tropiezos por la boca sin haberles dado tiempo a desplegarse.
—Me está hablando de las ideas, no de las palabras, caballero —le contesta la dama tratando de desovillar la mente de su interlocutor.
—Puede ser…, nunca lo había pensado así,— la cara de Ñau se ilumina cuando se le viene una idea a la cabeza, que sin analizarla en profundidad la suelta por la boca, —¿sabe que las proteínas tienen tal cantidad de posibles plegamientos que de darse todas tardarían la vida del universo y no terminarían las secuencias posibles?, y sin embargo se pliegan de una forma muy concreta en apenas unos microsegundos, ¿usted llamaría a eso memoria?
La mujer de pelo desordenadamente recogido en un moño, improvisado hacía un rato, cuando decidió sentarse en aquel apartado rincón del parque, de repente se ha visto desbordada y ha dudado si decir algo, que seguramente hubiera sido tonto, o tratar de ahondar en sus neuronas una posible contestación ingeniosa.
—¿Está haciendo una analogía entre las palabras y las proteínas?
—Sí, claro, —empieza a decir Ñau, cada vez más entusiasmado y seguro de sí mismo, —veintiocho letras del alfabeto forman infinidad de palabras y crean infinitas frases… ¡viven plegadas en nuestros cerebros!, si no, no cabrían.
—Ya, pero las proteínas no son infinitas, no hay que caer en las reglas generales a la ligera. —Contesta la dama, que parece empezar a aburrirse de tal diatriba.
Ñau se percata en la leve caída de la sonrisa y los párpados de su compañera de banco y trata de salir del paso.
—Sí, puede que no sean lo mismo, pero sería mágico que fuera así, que cada palabra tuviera un lugar en el universo como lo tiene por ejemplo el colágeno. Que en algún lugar del universo exista la palabra sintigo, que aún no ha sido descubierta.
—¡Un universo de palabras…!— empieza a decir la joven mujer de cara dulce y ojos risueños. —Pero yo creo que el universo es mudo… ¿no?
Ñau se pierde oníricamente dentro de sus nublosos mundos de silencios y palabras desconectadas, tratando de mantener la tensión en el ánimo de la conversación.
—Me gustaría pensar que habla, que nos habla…, después de todo, ¿acaso el universo no se puede simplificar como un código, como una información encapsulada en leyes, patrones, estructuras y reglas.
De nuevo la dama empieza a perder el interés. De repente cae en la cuenta que alguien que les mira, en medio de la alameda de enfrente, se parece a ese personaje extraño que ha invadido su paz.
—¡Mire allí…! Se parece a usted, ¿no? —La persona señalada no ha tratado de esconderse; impertérrito sigue frente a ellos, manteniendo la distancia justa para no escucharlos, si acaso simulando estar distraído mirando el árbol que tiene a su lado izquierdo.
—No se parece… soy yo.
—Cómo es eso posible… ¡qué me dice!
—Sí, verá… es un problema que tengo. Cada vez que hago algo de lo que no estoy convencido, me divido en dos entes. Ese otro que simula no estar pendiente de nosotros, soy el yo que no está a gusto con haberme sentado a su lado.
—¿Y eso le pasa mucho?
—Todo el tiempo, tanto que ahora ya me parece trivial, ¡aunque puedo entender que le resulte extraño al resto de las personas!
—¿Y desde cuándo le pasa tal cosa?, no sé cómo llamarlo… ¿desdoblamiento?
—¡Oh!, desde que era niño, aunque no tengo memoria de cuándo fue la primera vez. Creo recordar que mis padres al principio pensaban que tenía un amigo imaginario.
—¡Mire, mire!, allí entre aquellos arbustos, ¿es otro usted?— dijo de repente la dama que no dejaba de salir de su asombro.
—¡Ah!, —empieza a decir rutinariamente Ñau—, no tiene de qué extrañase, ese otro es la división del segundo, que no está de acuerdo con que este se enfade conmigo por hablar con una persona que no conozco.
—Oh, pero en todo caso ese tercero es usted, que sí está de acuerdo con el acto espontaneo de sentarse aquí, en mi mismo banco.
—¡No crea que es tan sencillo!, ese tercero tiene sentimientos que yo no tengo…
—¿Y los conoce todos?, —dice la atolondrada y abierta mujer que empieza a entusiasmarse por la experiencia, —quiero decir… ¿cómo sabe qué posición guarda cada uno con respecto a los otros?, cuáles son sus emociones y pensamientos, no entiendo.
—¿Usted se entiende todo el tiempo a sí misma?, quizás sólo tenga presentimientos…, pero suelen ser certeros.
La dama permanece impávida y boquiabierta ante la escena, mira de vez en cuando al segundo y tercer personaje, esperando y analizando sus gestos y acciones. El tercero desaparece.
—¿Ha visto?, uno de ellos se ha evaporado… —de repente le surge una duda.
—¡Oiga!, usted es usted… —medita brevemente para tratar de aclarar sobre sus revoloteadoras ideas —quiero decir, ¿cómo sé que es el original, por decirlo de alguna forma…, que no es una copia.
—¡Ah!, ya. Una duda razonable. A veces hasta dudo yo mismo, y tengo que mirar a todos los lados por si hay otro yo, pero creo que es por lo mismo que he dicho antes…, tengo una especie de intuición que yo soy yo, el primero, si quiere decirlo así.
—Me llamo Aíla, por cierto…, ¿y usted? —dice la dama, bajando sus defensas ante tan insólita persona.
—Ñau…, !encantado!—, se levantan ligeramente sobre sus posaderas y se dan la mano, y se vuelven a acomodar, ahora con las piernas en dirección a su interlocutor. Hay un breve silencio y Aíla toma el discurso.
—¿Tus otros yos son plegamientos de su yo?— se le ocurre decir volviendo al tema de las proteínas y las palabras.
—¡Pues verás…! —los ojos de Ñau, antes perdidos al frente, ahora se atreven a mirar los de Aíla, —es curioso que me lo diga, a veces lo he pensado. ¿Todos ellos viven plegados dentro de mí?, es que no acierto a comprenderlo. Muchas veces he intentado hablar con alguno de ellos, pero la distancia que se crea al principio se mantiene…, como por una extraña repulsión, como así ocurre con los imanes. Entonces… sólo estoy yo con mis posibilidades o explicaciones de cómo y por qué ocurre. Me he llegado a preguntar si ellos mismos tienen ese mismo pensamiento, de dudas…, o si por el contrario parten de las mías y las desarrollan a partir de ahí…
—Tengo la intuición…, —le interrumpe Aíla— de que no ha de ser así…, ¿cuántas divisiones se pueden llegar a crear de usted…? —le pregunta primero, para seguir con sus argumentos.
—Pues no sabría decirle…, es que como se mantienen las distancias de unos a otros, no logro ver a todos mis posibles.
—…lo que quiero decir es que si fuera como usted dice… ¿cómo sabría el último hilo conductor de sus pensamientos? No sé si me llega a entender lo que quiero decir…
—¡Ah!, —dice asombrado Ñau ante tal presunción, —nunca lo había pensado así. Lo meditaré esta noche.
Sin haber agotado todo lo que se podría alargar el tema, Aíla ha querido cambiar de conversación, quizás por miedo a desvelar los secretos más íntimos de Ñau y que le termine por aburrir.
—¿Por qué la pregunta primera?
—El “¿me permite sentarme?”
—No sea tonto o bromista, usted sabe a qué me refiero.
Ñau se ha metido en su concha, rebusca una salida airosa y fácil, pero no se le ocurre nada. La falta de creatividad es una de las peores trampas que nos pone la vida para caer a tierra.
—Verá…, ya no me permito mirar a las mujeres, en esa medida han desaparecido del mundo, del universo, de la realidad.
—¡Y por mí se han vuelto presentes!— se apresura a decir Aíla rompiendo el hilo de su vecino de banco. Ñau sonríe con franqueza y la mira entusiasmado.
—…como decía, cada vez que una mujer se presenta en mi horizonte, echo la cabeza abajo… por lo demás esa actual ausencia las vuelve, quizás, más presentes en mi mente, no hay peor arma contra uno mismo que el olvido llevado mal a cabo.
—¿Por qué te has empeñado a que no existen?
—No sé, mis divisiones de identidad se volvían multitudes ante su perenne presencia. ¡Era aterrador y confundía a las personas que lo presenciaban, pues deberían creer que estaban en un mal sueño, salían despavoridos de tal escena…, a veces me empeño a pensar en cosas que nadie cree.— Se sucede un diálogo rápido.
—¿Pensar o ver?
—¿No es lo mismo?, si están en la mente tienen una forma de existencia, de realidad.—Pero no son reales como tal.
—¿Usted cree? Esa realidad hace centellear las conexiones de las neuronas, posiciona ciertas moléculas de una manera concreta… ¿no es eso una realidad?
—Si usted quiere creerlo así.
—Sí, sino cómo explicar el amor…
—Por sus actos—, le interrumpe Aíla.
—…Pero una acción neural es un acto. El amor son conexiones neurales y hormonales improbables, pero al fin y al cabo reales. El resto de actos se siguen de esas conexiones.
—Quizás tenga razón, no sé… he de repensarlo.
—Quizás Dios exista porque todos lo pensamos. Le hemos concedido un cuerpo y realidad dentro de unas conexiones moleculares.
—Ese Dios sería pasivo, pues no podría tocar la naturaleza, al estar encerrado, como así sería, dentro de nuestras cabezas.
—En ese caso nosotros seríamos sus manos, su mente…, su hacer en el mundo.
—Por otro lado ya no sería el primer motor… ¿no?— Aíla se percata que de nuevo no sabe la contestación de la primera pregunta de Ñau, que de nuevo se había evadido. No sabe si volver a ella o dejar que fluyese la conversación. Sin posibilidades de hablar, Ñau, meditabundo, repite una frase dicha hacía un rato…
—…a veces me empeño a pensar en cosas que nadie quiere creer. La
melancolía es la mueca que Dios nos concede cuando preguntamos lo imposible. ¿Sabe?, el otro día estaba en casa, estaba distraído mirando la televisión, viéndola más allá de ella, perdido en mis pensamientos, comiendo nueces, y se me ocurrió preguntarle a una de ellas que por qué era tan dura. ¿Acaso su fruto no está hecho para ser comido? Me empeñé a pensar que la nuez me contestaba, y que me decía que no sabía por qué era. Le pregunté entonces que por qué no lo sabía, si era parte de su naturaleza. ¿Por qué somos tan imperfectos de no saber siquiera el por qué somos como somos?, y si el humano es el único que se hace esas preguntas… porque tampoco sabe por qué se hace ese tipo de preguntas…— queriendo evitar caer en la melancolía de su soliloquio, miró a Aíla y le preguntó. —¿Qué piensa de todo esto?
—Yo soy como la nuez, no lo sé y no me pregunto.
Continuará…
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