Tres Historias


Historia 1

En mis caminatas trato de optimizar rutas, para que si se da el caso que me encuentre muy cansado en alguna de ellas, coger la más corta. En unas de esas rutas alternativas de vuelta me encontré con la hondonada hecha, entre dos montes, por el fluir de las aguas en invierno. Al llegar allí se pierde de vista todo y sólo ves los juncos secos de un río, que apenas debe de durar uno o dos meses de invierno. También una pequeña charca artificial, de las que suelen hacer los ganaderos, para que abreven sus reses o las ovejas. Allí vienen a descansar, y poder alimentarse de algunos batracios o insectos, algunas aves en sus migraciones.
El tiempo parece detenerse en aquella oquedad de una perenne hierba, siempre verde y larga, manchada de blancos y heridos de muerte juncos. Me imaginé a mis ancestros llegando allí y acampar mientras pescasen o cazasen en un río, que antes debía ser más constante y fluido. En la loma de la derecha unas rocas salientes y aflechadas de dura pizarra, pueden dar cobijo de las lluvias, las nieves o el fuerte viento. Mi mente, siempre inquieta, albergó la idea de hacer una pequeña choza con las pizarras, más adelante y con tiempo, como así las hacían los habitantes de la prehistoria en esas zonas del norte de la ciudad.
Durante varios días me apeteció volver a ese remanso de paz, pero no todo dura. Cuando uno de esos días me adentraba en esa senda, un vehículo se acercó a mí por un camino cercano y su conductor me conminó a que no entrase, que estaba prohibido. Empecé a contraargumentarle de varios modos. Por la ley y las normas: “no hay ningún cartel de prohibido, ni hay vallas”. Por salidas oblicuas él me dijo que sí era una propiedad privada, y yo no podía negárselo. Segundo modo, hago llamamiento a la vanidad del propietario: “escojo este camino por su belleza; alrededor sólo hay trigales y nada natural”. Tal argumento no era válido, pues se impone lo legal: es privado y así me lo vuelve a hacer ver. Apelo a lo humano: “no hago mal, ni perjuicio a nadie con pasar”. De repente me dice que hay conejos y que se espantan, y se pueden ir hacia la carretera y los pillan. Capcioso, pues hacia la carretera hay un terraplén muy empinado, mientras que los animalillos tienen otros escapes más sencillos entre las hierbas y las rocas. Me rendí y le dije que iría por el camino de más arriba, pues acababa en el mismo lugar al que quería llegar. Comprendí que era un cazador y que si alguien pasaba por allí, los conejos se pondrían sobre aviso y le costaría más cazarlos. Podría ir otro día al registro de la propiedad y saber si realmente pertenece a alguien, pero para qué, ya no sería un lugar tranquilo, pues ya tendría la “mancha” de una “lucha” entre hombres. La propiedad lo envenena todo.

Historia 2

Al volver y ya andar por la ciudad, de repente me encuentro con un anciana de unos ochenta años gritando: “¡hay que matar a todos los ricos, todo es culpa de ellos!”. Me recordó el Zaratustra de Nietzsche en sus arengas a las gentes con las que se encontraba, que a su vez me imagino que se basó en las historias sobre Diógenes, el cínico. Algunas personas, por compasión, trataban de acercarse a ella y calmarla, pero la anciana se echaba para atrás diciendo: “tú eres rico, no me toques. ¿Eres rico?, por culpa de los ricos hay pobres y personas sin techo…”. El hombre que le trataba de calmar le decía que no era rico, que era una persona normal, pero la mujer ante la sospecha seguía gritando: “¡hay que matar a todo los ricos, ellos son los culpables de todo!”, mientras se alejaba y trataba de sentarse en un banco cercano, como para protegerse las espaldas.

Historia 3

Siguiendo mi camino, y mientras pensaba en la anciana, un conocido frenó mi paso y me empezó a hablar. Preguntas y respuestas de ida y vuelta se fueron sucediendo, hasta que no sé cómo, me empezó a relatar que el sábado pasado, estando de copas, se ligó a una chica y la llevó a su casa y tuvieron sexo, con detalles aquí y allá fuera de tono y demasiado textuales. Cuando habían acabado, mi amigo le dijo a la chica: “me han entrado las prisas, voy al servicio, ¿vienes a limpiarme el culo?” Al parecer la chica empezó a poner caras extrañas y a mirar a un lado y otro. Me imaginé la situación y de repente verse aterrada, como si se encontrara ante un feroz depredador. Ante tal gesto mi amigo le espetó: ¡Ah, que tú eres de esas chicas que no limpian el culo de los hombres la primera vez!”. La joven se incorporó, vio el móvil en la mesilla, lo cogió y desbloqueándolo miró la hora diciéndole: “¡Uf, que tarde, ¿nunca has pensado que no valoramos lo suficiente el olor de nuestros pedos?, me voy a casa que me han entrado flatulencias y quiero degustarlos un buen rato”. Me despedí de mi amigo, mientras este decía que no dejaba de sorprenderle lo rara que es la gente.

De las tres historias una es falsa.


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